En este Domingo clausuramos la Octava de Pascua. Es el Domingo in Albis en el que los catecúmenos bautizados en la Vigilia Pascual dejaban la túnica blanca con que habían estado vestidos toda la semana. Es el Domingo de la Misericordia instaurado por el papa san Juan Pablo II invitándonos a mirar a los demás con los ojos del corazón, con misericordia. Para nosotros es también el Domingo del Cristo de la Paciencia. El Año Santo nos llama a fortalecer la fe, a avivar la esperanza y a vivir la caridad personal y socialmente. Se nos dice que el cristianismo es realidad de vida en Cristo que configura nuestra identidad cristiana. Agobiados por preocupaciones y fascinados por eslóganes publicitarios, no encontramos tiempo para preguntarnos sobre lo importante en nuestra vida. Esto no hace recordar lo significativo de la espera calmada, de la actitud contemplativa, de esperar por algo que está por llegar. Hoy en día lo exigimos todo “aquí y ahora”. Hemos perdido la paciencia y olvidado que hay tareas que necesitan su tiempo. El tiempo no arregla las cosas pero a veces se necesita tiempo para arreglarlas. Exigimos inmediatez, nos repelen los atascos que nos hacen perder el tiempo, y nos molestan las salas de espera repletas. Estamos condicionados por lo urgente. Es necesaria la virtud de la paciencia, disfrutar del momento y dejar a un lado las prisas y los agobios, sin pantallas, sin relojes, sin horario. Necesitamos ese momento en que el tiempo da la impresión de que se para y de que la creación habla. “El sostén de nuestra paciencia es la esperanza en el premio futuro”. La paciencia se educa, se aprende, hasta se disfruta. Somos impacientes. Es necesaria la reflexión que procede de un trasfondo religioso y que recoge siglos de experiencia y de sabiduría. Llenar nuestro vacío con lo inútil, arrancando las raíces de nuestro origen, es una pretensión vana que dificulta construir la ciudad de Dios no anestesiando los hechos que molestan y borrándolos de nuestra mente. La historia del siglo XX y de estas décadas del siglo XXI nos lleva a preguntarnos: ¿Qué mundo es el nuestro para que tantas y tan hermosas cualidades se pierdan en él y el mal vaya desplazando el bien? El hombre en nuestros días se considera un náufrago en una isla desconocida, sin más apoyo que su problemático yo y a merced de la nada, pero el amor de Dios arrastra al océano de la verdad y del bien que dan sentido a la existencia. “La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad” (EG 10). Esto fortalece la esperanza de una renovación ética, moral y espiritual. “Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin la gran esperanza que sostiene toda la vida”. Somos imagen de Dios, “aun cuando esté quebrada por el pecado y con ella rota la brújula para buscar la verdad, discernir y realizar el bien, y admirar la belleza”.
La Paciencia siempre va unida a la esperanza. Es la pequeña hija de la esperanza, el gran don pascual. Es confiar en Dios en todas las circunstancias, también en la adversidad. Decía santa Teresa de Ávila: “Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta”. Pablo nos dejó escrito: “Nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia virtud probada, la virtud probada esperanza y la esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,3-5). La Paciencia es una virtud que impide sucumbir a las dificultades y a las tristezas. Cuando el pesimismo nos deja sin horizonte y nos ausentamos de nuestras responsabilidades, hay que recordar que creemos “sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará”. Como los apóstoles hemos de proclamar la Resurrección del Señor, que libera nuestro espíritu de la asfixia de la pura impaciencia. “Obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5,29) es el fundamento de nuestra Paciencia “que nace del que se atreve, piensa y trabaja, no del que esquiva decisiones. La gloria de cada hombre y el destino de un país dependen del coraje de aquellos hombres y mujeres que desterrando la tristeza y cultivando la alegría se olvidan de sí mismos para pensar en el otro, en los otros y en Dios” (O. de Cardedal). En el espesor de la historia la revelación cristiana se ofrece como palabra de verdad y de salvación no olvidando la cruz de Cristo. Permitamos que por las grietas de nuestra condición humana entre la luz que viene de lo alto. Olvidar la dimensión trascendente dificulta salir de las indefiniciones y asumir las “consecuencias decisivas para el desarrollo de la persona humana y para la configuración de la sociedad en la verdad, el bien y la plenitud de felicidad y vida, más acá y más allá de la muerte”.
La perspectiva cristiana nos lleva a mirar a la eternidad. Los cristianos hemos de afrontar los retos de la historia con la plenitud del amor, la fecundidad de la cruz y el espíritu de las Bienaventuranzas, viviendo la fe sin complejos ni disfraces, en escucha y en diálogo, facilitando la concordia, acercando distancias, igualando diferencias, suprimiendo desigualdades, erradicando injusticias, sembrando la paz en la normalidad de la vida orientada a Dios, y superando tanta indiferencia. Lo que cambia el mundo es la presencia de Dios. La cultura cristiana es una contracultura en esta sociedad compleja, mareante y contradictoria. Es necesario crear puntos luminosos de humanidad nueva con aquella forma originaria de vida que Jesús nos trajo. “El que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor” (Mt 20,26) y “el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”. Seamos pacientes. Nuestro mañana reflejará la esperanza de hoy.
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